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San Blas, las islas encantadas de Panamá

Este archipiélago seduce por ser rústico y austero, la belleza de sus playas y su mágica sencillez.

Playas sin ningún hotel, tampoco vendedores, ni mucho menos las comodidades y atenciones de un resort del Caribe. Así es San Blas. No se parece a ninguna de las comunes ofertas caribeñas porque sencillamente es un paraíso virgen, casi intacto, de esos que poco se encuentran en las guías.

Esta joya panameña brilla por sí sola. El archipiélago de San Blas cuenta con 365 islas; la mayoría deshabitadas. Otras cuantas –alrededor de 40– son administradas por indígenas de la etnia kuna, integrantes de la comarca Kuna Yala que habitan esta área de casi 200 kilómetros, ubicada en la costa norte panameña.

Aunque existe un aeropuerto que permite llegar al área indígena, ubicada en el poblado de El Porvenir, la mayoría de viajeros opta por vivir la travesía completa: un viaje de casi dos horas y media, desde Ciudad de Panamá, a bordo de una camioneta 4 x 4. ¿Por qué? El primer tramo del camino, de casi hora y media es tranquilo. Pero luego es montañoso, hay curvas y partes inclinadas; a veces se sienten vacíos y movimientos como de montaña rusa.

Incluso, es la única vía terrestre y la más segura, pues en una parte del trayecto, los indígenas hacen una especie de ‘retén’ para pedir papeles y cobrar el ingreso a la comarca. Cada pasajero debe pagar 20 dólares por el ingreso.

Tras el movido viaje se llega a un rústico muelle –en el puerto de Cartí–, donde cientos de viajeros se embarcan a diferentes islas. Mientras la lancha avanza, durante casi una hora, a lo ancho del mar se pueden ver pequeñas poblaciones de indígenas que viven en chozas elaboradas con paja y pencas; telas de colores colgantes y canoas descansando en el agua.

Allí, los hombres hacen el trabajo duro: la pesca, la adecuación de las cabañas. Pero, sin duda,las mujeres son las más llamativas: visten trajes particulares: camisas de mola (tejido típico panameño), faldas anudadas a la cintura, collares y anillos dorados, pañoletas en la cabeza, una argolla en la nariz y tobilleras y pulseras de chaquiras, y se dedican a las labores de la cocina.

Las indígenas kunas lucen sus atuendos ancestrales y comparten sus saberes con los viajeros.

Vale la pena comprar algunos de esos bellos artículos, que las nativas venden a buenos precios.

Más adentro hay islas y más islas. Todas con nombres diferentes: Cangrejo, Perro, Aguja. Algunas de ellas se recorren máximo en 10 minutos, a pie. Otras en tan solo cinco. Cada una cuenta con hospedaje, comida y los servicios básicos.

Para quienes están acostumbrados a las comodidades cinco estrellas, esta no es la mejor elección. En la mayoría de las islas se adecúan pequeñas y sencillas cabañas. También hay zonas de camping.

En nuestro caso, nos quedamos en la agrupación de cabañas Tubasenika, asentada en la isla Franklin, con una cama sencilla y lo justo para descansar. Los precios del hospedaje varían según las islas y el tipo de acomodación. Se puede conseguir una carpa a 15 dólares o una cabaña de 150.

Antes de dormir y al despertar, el mar se escucha sin interrupción, pues la cama puede estar ubicada máximo a tres metros del agua. Los baños son compartidos, solo hay luz en la noche (por pocas horas). Antes de viajar hay que equiparse de agua y alimentos porque solo hay un restaurante que sirve las comidas principales.

No hay lujos, pero tampoco incomodidades ni distracciones. No hay señal de celular, no hay televisión. La invitación es a contemplar el paisaje, a respirar aire puro, a reencontrarse con uno mismo. Es posible leer, dormir en la playa, descansar en una hamaca, buscar el tan anhelado color canela sobre la arena. Ver la naturaleza tal cual surgió en sus inicios. Nadar, bucear o hacer esnórquel. Las aguas son claras, muy claras, y la arena blanca parece polvo de escarcha.

La travesía puede durar de dos a tres días, y uno de ellos debe de dicarse a conocer otras islas, como Isla Estrella. Su nombre hace honor a las múltiples estrellas de mar que se ven en el océano. Así que la careta y las aletas son de uso obligatorio (si no se llevan, algunos indígenas las prestan; otros las alquilan).

También es posible, donde lo indique el guía, nadar en mar abierto o, en algunas zonas, ver arrecifes, tortugas marinas y otras especies. Incluso, existe la posibilidad de ir a un poblado kuna para conocer de cerca cómo viven y cuáles son las costumbres de los nativos.

En la noche, como solo se tiene la luz de la luna, una gran fogata, que integra a turistas de todo el mundo, puede cerrar la aventura de una vida taciturna, meditabunda, aislada y tranquila.

San Blas es uno de esos secretos que poco a poco empiezan a revelarse entre recomendaciones de mochileros y viajeros que buscan destinos vírgenes, austeros y que no estén llenos de turistas, ni de ruido, ni de fiesta. Así que si buscan un lugar auténtico para descansar y conectarse con la naturaleza, vayan a San Blas; háganlo antes de que se llene de turista.

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