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¿Es posible vivir de ser un bailarín en la capital de la salsa?

Domingo, Enero 29, 2017 | Autor: Yefferson Ospina | Reportero de El País

En el segundo piso de una escuela de salsa, en la Autopista Suroriental, Andrea baila. Tiene 23 años y la posibilidad de firmar un contrato para trabajar como bailarina en un espectáculo de salsa en Turquía. Las audiciones las presentará el próximo mes, junto a otros bailarines de su escuela. Si es escogida viajará a ese país durante seis meses, vivirá en un hotel, bailará de lunes a domingo en los shows vespertinos y nocturnos con derecho a un día de descanso cada dos semanas, la empresa que la contratará se encargará de costear su alimentación, su hospedaje, sus pasajes y le pagará una cifra que oscilará entre el millón y los dos millones de pesos mensual.

Andrea baila. Lo hace desde los 15 años. Conoció la danza antes de graduarse del colegio y luego la convirtió en una especie de ancla a la vida, en su lugar en el mundo: no pudo ir a la universidad porque sus padres no tenían dinero para pagarla. Así que bailaba, en el salsódromo, en un evento de una empresa, en una fiesta en la que querían un espectáculo. Empezó a dictar clases. No ganaba mucho, pero era algo. Ahora, la posibilidad de viajar a Turquía es lo más cercano a lo que hace unos años sueña: vivir de bailar, con un buen salario, salir al extranjero, viajar, comprar una casa. En fin, vivir.

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San Antonio: así son los días en el barrio más bello de Cali

Domingo, Febrero 12, 2017 | Autor: Yefferson Ospina / Periodista de Gaceta

Después de las 5:00 p.m. (aunque de cuando en cuando ocurre antes o un poco después),  la brisa empieza a descender desde el occidente, serena como un viento melancólico.

Se filtra  entre las casas viejas de tejas de arcilla y las grandes puertas de madera que conducen a patios poblados de enredaderas y árboles de mangos. Y golpea los rostros y los cuerpos de los hombres y las mujeres que se sientan sobre mecedoras de mimbre o guadua a ver el oro rojizo de la tarde moribunda. Y golpea a los niños que corren en las calles empinadas. Y revuelca el cabello de la mujer que vende chontaduros, y de la otra que vende empanadas, y de los extranjeros rubios que se sientan en cualquier esquina a sentirla a ella,  la brisa, como un viento melancólico.

Sin duda, esa misma brisa la sintieron esos hombres y mujeres que llegaron a Cali a principios del siglo pasado, acosados por la Guerra de los Mil Días: esos primeros desplazados   que se instalaron en las montañas, al pie de la iglesia, y construyeron casas de guadua y paja y techos de lata. Casas a cuyas paredes luego añadieron bahareque y tejas de arcilla y puertas de madera, para después construir caminos empedrados que condujeran hasta la casa de Dios. Y después llamaron a todo eso,  a la brisa, a las casas campesinas de patios generosos, a  las calles empedradas en el dorso de la colina,  a todo eso, de una vez y para siempre, San Antonio.

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