Domingo, Febrero 12, 2017 | Autor: Yefferson Ospina / Periodista de Gaceta
Después de las 5:00 p.m. (aunque de cuando en cuando ocurre antes o un poco después), la brisa empieza a descender desde el occidente, serena como un viento melancólico.
Se filtra entre las casas viejas de tejas de arcilla y las grandes puertas de madera que conducen a patios poblados de enredaderas y árboles de mangos. Y golpea los rostros y los cuerpos de los hombres y las mujeres que se sientan sobre mecedoras de mimbre o guadua a ver el oro rojizo de la tarde moribunda. Y golpea a los niños que corren en las calles empinadas. Y revuelca el cabello de la mujer que vende chontaduros, y de la otra que vende empanadas, y de los extranjeros rubios que se sientan en cualquier esquina a sentirla a ella, la brisa, como un viento melancólico.
Sin duda, esa misma brisa la sintieron esos hombres y mujeres que llegaron a Cali a principios del siglo pasado, acosados por la Guerra de los Mil Días: esos primeros desplazados que se instalaron en las montañas, al pie de la iglesia, y construyeron casas de guadua y paja y techos de lata. Casas a cuyas paredes luego añadieron bahareque y tejas de arcilla y puertas de madera, para después construir caminos empedrados que condujeran hasta la casa de Dios. Y después llamaron a todo eso, a la brisa, a las casas campesinas de patios generosos, a las calles empedradas en el dorso de la colina, a todo eso, de una vez y para siempre, San Antonio.